EL SAN FRANCISCO

Gente buscando gente. El pedregoso asfalto soporta inmutable los pasos ausentes de aquellos ejércitos desorganizados que son los ciudadanos. El San Francisco alberga la inmundicia que nunca ha tolerado ser estudiada con hastío en el exterior. Vagabundos, putas y pequeñas bandas de infantes que atracan a los turistas, robándoles los dientes con unas tenazas. La evolución de los tiempos de nada ha servido. La tecnología procedural, la inteligencia artificial y el paso de las guerras poco ha cambiado el gen egoísta del sapiens sapiens evolutio.

Las campanas de la catedral gótica tañen, recuerdan la noche cerrada que se avecina. La hora de las brujas, donde los espíritus sobrevuelan las cabezas de los transeúntes en busca de cuerpos válidos y apetecibles que poder asaltar, donde los súbditos del Diablo, pequeños y amorfos esqueletos vestidos con carnes putrefactas de asesinos y huérfanos agarran con sus uñas pequeñas ratas de alcantarilla para calzarse con su piel mullida un par de zapatos.

Ángel entra en el decadente local. Una vieja sin dientes lo recibe con honores contradictorios. Su cara refleja a partes iguales pasión virginal y una repugnancia vital que cubre todos los sucesos de su vida. De su pezón cuelga un rosario sangrante, su boca escupe sucias flemas, la lengua casi centenaria le cuelga a un lado del mentón. Un par de grapas obran el milagro. Con un manotazo la aparta. “No eres mi tipo”, piensa Ángel. La vieja, absorta de la realidad, recibe el golpe con un placer extremo, su mano se dirige bajo su vientre. No aguanta la excitación.

Se marcha a la barra. Pide agua. Recibe cloro. No toca el vaso. Su mirada se detiene ante un grasiento camionero que succiona la oreja de un querubín asustado. Ese joven se siente indefenso.

Él sí.

Su portentosa figura aparece al lado del hombre. Le acaricia la espalda, con cuidado de no desencajarle la columna vertebral. Lo agasaja con dulzura. Lo lleva fuera. Llueve polvo. Y entonces enseña sus dientes, que reflejan el pavoroso rostro de la muerte. El sucio camionero no puede más que aceptar su violento destino. Ángel lo percibe, su garganta se llena del fluido de la vida que va absorbiendo del rollizo cuello.

Un día más de existencia, y han pasado ya mil años.

El antaño pesado saco de mugre y grasa se precipita de izquierda a derecha cortando el aire, como una hoja de laurel, hacia el suelo. Su vitalidad le ha abandonado.

A partir de ese momento, el espíritu del desgraciado formará filas con el Maligno, para lo que le espera en el averno bien le vendrían un par de zapatos de rata.


EL TRATAMIENTO DE «ESE»

Cuando los popes de las revistas de videojuegos aseguraron que ese se iba a convertir en el título más grande de la Historia nadie les dio mucha importancia. Eran innumerables las veces que exacerbados postmillenials indicaban que las bondades de un videojuego iban a dejar en evidencia cuatro décadas de desarrollo tecnológico.

En esa ocasión fue totalmente cierto.

Por primera vez desde que Ralph Baer y la Magnavox Odyssey iniciaron una industria monocroma un videojuego tenía la verdadera oportunidad de cambiar la realidad de manera palpable.

Bueno, exactamente la rasgó, la hizo un nudo, se la tragó y, más tarde, defecó sus restos.

No hizo falta que las páginas web especializadas fueran compradas por los maléficos billetes verdes de las grandes editoras, ni obligados a puntuar sus juegos con sobresalientes; como si un código numérico pudiese cambiar la percepción del usuario medio. Esa vez la percepción cambió. El juego cumplió las expectativas, sobrepasándolas hasta límites que, todavía hoy, no acabo de comprender.

Loading, que así se llamaba la desarrolladora, había creado un videojuego que, aseguraban, funcionaría en todas las plataformas del planeta. Decían que desde una consola de última generación a una Game Boy pretérita; desde una nevera inteligente a un Nokia 3310.

Irreal.

Ese no se vendía. Ni se pagaba por él. Era gratis y a la vez el bien intangible más deseado del planeta. El dios de la mercadotecnia hizo el resto y todo el planeta lo quería. Lo deseaba. Mataría por él. Una realidad de realidades que iba a ser como nosotros quisiéramos. Diferente para cada mente. ¿Quieres un mundo repleto de waifus? Lo tienes. ¿Quizás un mundo de fantasía medieval sexualizado? Lo tienes.

Un día y una hora concreta. Lanzamiento mundial. Broadcastersyoutubers y demás palabrería anglosajona preparada ante lo que iba a ser el estreno del milenio. Días libres en todas las empresas del mundo, en cada quiosco y clínica veterinaria. Pantallas gigantes para retransmitir en directo ante un público que tendía a cero. Nadie quería verlo a través de una pantalla. Querían vivirlo. Iban a recibir “el tratamiento de ese”. Así es como lo llamaban.

Entonces, lo recibieron. Apenas unas descargas nacidas de una máquina portátil que expandiría su señal gracias a la electricidad de los repetidores, de nuestros smartphones y hasta de los semáforos y máquinas de tabaco. La energía hidráulica también valía. Hasta frotar las manos con un globo y acercárselas al cabello. Cualquier frotación capaz de generar energía era útil. Y entonces se nos metió dentro.

Y nadie rechistó.

¿Hola? Se repitió en todo el globo terráqueo y en la estación espacial internacional.

Las realidades de cada individuo se sumaron en un mismo espacio. El Far West, el año seis mil, la Gran Depresión y las naves espaciales. Todas las civilizaciones unidas en un mismo espacio. Regurgitadas, mezcladas, el espectro visible desde la creación del universo unido en un único byte.

Entes virtuales que se vieron a sí mismos en un espejo de ceros y unos.

7.612.354.390 “¿qué demonios?” al unísono.

Y apenas una quincuagésima parte de un segundo después ya no hubo preguntas fragmentadas. Es lo que tardó en cargar el programa.

¿Dónde estoy? Grita una mente colmena, una algarabía de neuronas tecnológicas unidas en una ficha de apenas un nanómetro justo antes de ser lanzada al espacio.

Miles de toneladas de masa encefálica unida en la nube. La Humanidad ha llegado al fin último. Perdurar en el tiempo y en el espacio. Un océano incognoscible de perpetuidad etérea.


SENTENCIA

La sociedad ha abandonado toda su espiritualidad, inconsciente del pavor que pende sobre nuestras cabezas. Los siglos, como lo llaman ahora, no pasan, ocurren. El paso de cada uno de ellos es un parpadeo en mi inmensidad existencial. Pequeñas motas cíclicas: guerras, muerte, avances tecnológicos, creación de necesidades y vuelta a empezar. Cambian nomenclaturas, como si con ello borrasen su pasado. Año cien después de Jerjes. Año tres mil después de Cristo. Ahora ni siquiera cuentan. Quizás regresivamente, esperando un final que ya llega.

La ignorancia, bendito regalo con el que los dioses paganos han regado el planeta. Colisionan entre ellos. Discuten. Mis hijos, mis nietos.

Pasé del reconocimiento más absoluto a un olvido eterno. Las mentes de mi prole evolucionan, pese a todo. Un mundo que ya no cree. Ahora crea. Desperté de mi letargo al amparo de los cielos, me transmiten unas indicaciones que reservan para otras mentes, incapaces de sentir el más allá.

Uruk ha sido el último nombre que he decidido utilizar. Historiadores incapaces sobrevuelan alrededor de mi nombre, fueron los Acadios quienes obraron el milagro, quienes siguieron mis órdenes previo pago de ciudades y manjares que nunca creyeron posibles. Sumerios nos nombraron, bautizados por nuestros propios nietos. Y entonces se obró el milagro, Uruk pasó de ente a objeto. Modernos saqueadores al amparo monetario de ricos soñadores escarban aún hoy entre mis calles, esperando encontrar secretos por desvelar. Tarea irrealizable, pues Uruk soy. Mis secretos son los secretos de la humanidad, mis temores son los miedos de un planeta. Soy saber y tradición, inmortalidad y destrucción. Mantengo el conocimiento presente y futuro, que emana de mis orificios sanguinolentos para servir de apoyo a la civilización. Si alguna vez ofrezco más de lo que necesitan, las pequeñas mentes humanas se derramarán por sus oídos, coaguladas. Pues no se me permite adelantar lo que acabará ocurriendo. Soy el avance. Ser El Preparador es mi misión. Y fallaré.

Nací tal y como soy ahora. Mi momento fue el inicio de la prosperidad bípeda, condenada al fracaso de antemano por curiosos y traviesos Creadores. Ellos dictaron mi sentencia. Me trasladaron desde mi cuna, traspasé realidades, nadas y todos para llegar aquí. Una apuesta minúscula entre dos tejedores de vida.

Apenas queda tiempo. Una medida, al fin y al cabo. Ya hablo como ellos. He intentado convencer desde las sombras que este insignificante orbe merece existir. He participado en la primera sociedad, he amado y procreado; he matado innumerables veces, he transmutado por mi adicción a la lujuria. He oprimido, erigido nuevas creencias totémicas, semidioses y leyendas. Sólo los reyes capaces, adelantados a su tiempo, han recibido mis enseñanzas. Y ahora me encuentro ante una sociedad que ha dejado de lado el principal motivo por el que ha seguido existiendo. El miedo a la muerte. Han caído en el peor de los pecados. Creen ser entidades perfectas cuando no son más que marionetas, un juguete con el que convencer a mis padres de que este mundo no merece ser Tratado.

Y apenas quedan dos sorbos. Vendrán y decidirán sobre la marcha. Los innumerables avances técnicos, la exploración de orbes vecinos y las guerras no serán más que aspectos insignificantes para ellos. El tiempo se acaba, y por primera vez en mi inmutable existencia, he sentido pena. Una pena egocéntrica basada en los placeres de la vida, la exquisitez de adentrarse en el interior de cada cuerpo humano, recorrer sus vísceras, insuflar sus pulmones, provocar el placer con la mirada, matar con tan sólo pensarlo.

Al fin los veo. Apareciéndose. He sentido su presencia constantemente, atenazando mis acciones. Van a dictar sentencia y yo, sentado sobre el pico más alto, los saludo y me arrodillo. Ríen de mi nueva condición cárnica, tan terrenal, tan básica. Se preparan, observan con atención todos los recodos de cada lugar del mundo, de cada nervio humano, en apenas un suspiro. Me hablan en sueños y se enojan. He escogido, desde antes de su determinante decisión. Me quedo. Sea cual sea mi destino. No entienden mi postura. Yo, un todo perfecto, desechando mi origen arcano para seguir conviviendo entre civilizaciones degustando el paso de los eones.

Finalmente me abandonan. Dicen que volverán. Tengo otra oportunidad. Pero ahora de nada vale permanecer agazapado. La Tierra me pertenece, mi pequeño reducto de placer.

Y, a partir de ahora, me escucharán.